Nos guste o no, los españoles somos muy guarros. Lo diré
sólo una vez para aquellos que tienen la sensibilidad más allá de la
hipodermis: voy a referirme a los españoles como un concepto genérico, con todo
lo que esto conlleva de injusto cuando pretendes aplicarlo al plano personal.
Dicho esto, repito, los españoles, especialmente en comparación con sus colegas
europeos, conforman uno de los pueblos más sucios que puedas encontrar. Ha bastado el
inicio del ciclo de la crisis económica para poder comprobar como nuestras
calles y jardines acumulan una suciedad que siempre ha existido, pero que ahora
luce ante la ausencia de gran parte de quienes se encargaban de secuestrarla,
los barrenderos. Las costumbres de unos ciudadanos predominantemente callejeros,
nos empujan a creer que lo que está más allá de nuestra puerta también nos
pertenece. Y es cierto, aunque claro, no es lo mismo pensar que algo me
pertenece a pensar que algo NOS pertenece. En realidad el español se queda a
medio camino de ambos pensamientos. Por una parte cree que como la calle le
pertenece puede maltratarla como y cuando le venga en gana. Por otro, como sabe
que también le pertenece a los demás, procura poner mayor ahínco en su manchar
diario, con la simple idea de fastidiar al personal, que es, tampoco lo
neguemos, algo muy español. El carácter predominantemente anárquico del
ciudadano medio fluye en las terrazas de los bares, donde un grupo de amigos
critican lo cochinos que son esos rumanos que rebuscan en la basura dejándolo
todo perdido, mientras ellos, entre caña y caña, escupen cáscaras de pipas al
suelo, lanzan sus cigarrillos ya fumados a donde caigan o disparan unos esputos
que bien podrían haber salido de la fábrica de blandiblú. Ver la paja en el ojo
ajeno es también una de nuestras especialidades, aunque quizás no tan
desarrollada como la de ignorar la viga en el propio. Esta fotografía del país
no es más que la representación real de unos ciudadanos a los que les cuesta un
horror aquello de la conciencia social. Quizás por ello, portamos también el
orgulloso estandarte de la solidaridad, convirtiéndonos en uno de los países
más entregados a la lucha de las causas injustas. Es probable que esto sea el
resultado de una sana válvula de escape que nos reconcilia con nosotros mismos.
Una especie de penitencia para curar el gorgoteo de la bilis que cocinamos cada
día criticando todo aquello que nosotros no hemos hecho, todos los fallos que
han comedido los demás, toda la fortuna que se ha marchado con el otro ( ¡la
muy puta!), todo lo que concierne a la vida ajena que nos gustaría imitar pero
no tenemos los cojones suficientes… Con este panorama podrá usted comprender
fácilmente por qué a países como el nuestro es inútil pedirle aquello de
“rememos todos en una misma dirección”. No vamos a remar en ninguna dirección,
por lo anteriormente dicho y porque sabemos muy bien que quien nos lo está
pidiendo quiere que rememos en la dirección que a él le interesa, no somos
tontos y sabemos que él es también
español. El cambio necesario para convertirnos como país en otra cosa, si es
que realmente queremos hacerlo, pues quizás estemos cómodos así o ¿acaso no
está a gusto el cerdo, con perdón, revolcándose en el fango?, el cambio, como
decía, puede llegar por dos caminos. Uno, la transformación sincera y progresiva
de un pueblo que comienza a mutar de arriba abajo, de izquierda a derecha y de
dentro a afuera. No quiero pecar de pesimista pero esta opción la veo muy
lejana e improbable. No estamos lo suficientemente maduros para ello, así que
paso a la otra opción, verá usted que divertida. Dos, nos siguen inflando a
golpes de diversa índole: impuestos, recortes sociales, privatizaciones,
corrupción al más puro estilo patrio, osease casposo… y pasado un tiempo,
¿cuánto? eso sí que no lo sé, lo resolvemos al más puro estilo español. Como
hemos venido haciéndolo desde hace siglos, como manda el manual de “como ser un
buen Aspañó”, es decir, a hostia limpia. Si tengo o no razón, y créame me encantaría
errar y llevarme un ¡zas! en toda la boca, lo veremos con el tiempo. Pero no
quiero acabar con un mal sabor de boca y que usted se lleve la impresión de que
todo en este país es un bodrio y que nunca vamos a levantar cabeza, como
pronostican algunos agoreros, muy españoles por supuesto. No, quiero recordarle
que también somos otro montón de cosas mucho más agradables… pero de eso ya
hablaré otro día.
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