El otro día me contaron una historia muy curiosa. He tratado
de contrastar la información antes de ofrecérsela a usted como hecho real,
pero les confieso que he fracasado. Aun así, no me resisto a compartir esta “fábula”,
tan cruel, tan hermosa.
En el transcurso de una de las crisis de Argentina, las
medidas que el gobierno de turno implantaba hacían que la población se
empobreciese cada vez más. Lejos de buscar una salida en la redistribución de
la riqueza y en un cambio de políticas capaces de sacar del atolladero a los
ciudadanos, los “representantes” del pueblo se dedicaban a tratar de cuadrar
sus cuentas a base de dentelladas en la masa más indefensa.
Hundidos en la miseria y desesperados, un grupo de
ciudadanos se reúne para planificar minuciosamente un plan muy arriesgado:
secuestrar a un Ministro.
Tras muchos días de reuniones, planes y contraplanes,
deciden ejecutar su idea. Y mira tú por dónde, resulta que todo sale bien.
Ahora, en un lugar desconocido, el Señor Ministro se
encuentra maniatado y con los ojos cegados por una venda. Todavía desconcertado
ante lo inesperado de la acción y por los efectos de las drogas que le
inyectaron para secuéstralo, respira aceleradamente mientras trata de recomponer
en su cabeza lo ocurrido.
No tendrá tiempo, antes de que sea capaz de encajar todas
las piezas, dos hombres con la cabeza en estado de incognito (gracias a sendos
pasamontañas) le quitan la venda y le explican lo sucedido.
Ya sabe que está secuestrado, que lo han arrancado con
violencia de su cómoda vida, que por el momento, y quién sabe si alguna vez volverá
a hacerlo, no podrá contactar con su esposa, con sus hijos, con sus amigos…
etc.
La habitación en la que se encuentra tiene treinta metros
cuadrados, y es allí donde va a vivir. Pero no como un secuestrado “estándar”,
no, va a vivir en carne propia como lo hacen millones de ciudadanos. Se le asignará
un sueldo semanal, paupérrimo, por supuesto, con el que tendrá que sobrevivir
como pueda. Para recibir tal salario, realizará los trabajos que se le
encomienden bajo las mismas condiciones que tienen millones de trabajadores.
Solo así podrá permitirse realizar una lista de la compra que sus
secuestradores se encargarán de tramitar en el exterior.
El secuestro duró unos meses. Después, una vez creyeron que
la lección quedaba aprendida, los secuestradores decidieron liberarle.
Apenas dos días tardó la policía en dar con ellos. Acabaron
todos en el trullo o “desaparecidos”, dependiendo del grado de implicación que
hubieran tenido en la operación.
El gobierno utilizó lo sucedido para endurecer las leyes de
represión sobre la ciudadanía y entre poco y nada cambiaron las perspectivas de
la población obrera argentina.
Pero el señor ministro, aduciendo motivos de salud, presentó
su dimisión. No fue capaz de seguir siendo cómplice de una política que
condenaba a la miseria a la mayor parte de sus ciudadanos, mientras otros se
hacían cada vez más ricos y poderosos.
Sufrió inmensamente, aislado en un lugar donde no entraba el
sol. Pasó hambre cuando el dinero ganado con mucho sudor y esfuerzo no le daba
para comer siempre. Enfermó unos días y se vio obligado a cuidarse como mejor
supo, debatiéndose entre pagar la asistencia médica o comprar un trozo de pan y
algo de arroz.
Fue una experiencia aterradora, pues, como bien le dijeron
desde un principio sus secuestradores, solo de él iba a depender su
supervivencia. Si en algún momento decidía dejar de luchar, ellos estaban
dispuestos a dejarlo morir. Solo dependía de él.
Aquí acaba la historia, o quizás es aquí donde comienza.
No se haga líos, no le estoy proponiendo un secuestro. De
hecho, le cuento esto porque el secuestrado de esta historia es usted. Y es
usted, también, el que tiene la oportunidad de quitarse la venda.