Hasta hace poco, para mí un pensamiento global era
imaginarme a alguien haciendo pompas de chicle. No acababa de entender el
recurrente calificativo de globalidad que se empeñaba en aparecer en cualquier
tertulia que quisiera preciarse de estar a la última. Al no llegar a entenderlo
decidí dar un giro de 360 grados a mi técnica y, cómo no, me quedé en el mismo
sitio. Así que, contagiado por los cómodos aires de la inercia y del dejarse
llevar, me impulsé 180 gradillos más y, esta vez sí, cambié la táctica: ahora
me limitaba a observar. Y tras mucho mirar, he llegado a una serie de
conclusiones que ni son importantes para el futuro de la humanidad, ni tienen
por qué interesarle a ningún recopilador de opiniones trascendentes del siglo
XXI. Lo malo, para usted, es que como ha comenzado a leer este artículo con la
intención de encontrar algo interesante que llevarse al cerebelo, posiblemente,
o eso espero, se quede hasta el final de la función a la espera de una chispa
de inteligencia brotando entre las líneas. Mucha confianza es esa, pero
gracias. A lo que iba, la información global significa que las pocas noticias
que antes nos llegaban con cuenta gotas de los corresponsales desplazados
allende los mares, llegan ahora perfectamente unificadas, controladas y empaquetadas
al gusto, no del consumidor en este caso, sino del productor. Es decir, que
usted se enterará de lo que a mi me convenga, cuando a mi me venga bien y como
yo crea mejor que pueda usted ingerirlo por las tripas sin pasar nunca por la
cabeza.
La conexión humana global es, sin embargo, mucho más
divertida. En el pasado usted se podía mover por los territorios ajenos,
huyendo de la escasez del propio, a la busca de El Dorado. Una aventura que
significaba una nueva oportunidad de rehacer sus vidas para algunos y un sueño
frustrado, uno más, para otros. Bien, no se preocupe, ahora usted no tendrá que
planificar a donde va, ya se lo van a decir. Le moverán de un lugar a otro,
allá donde sus manos sean necesarias y su boca no sea impertinente. Si esto no le
gusta, no pasa nada, quédese en casa. Eso de viajar a buscarse la vida a donde
uno le plazca se va a acabar. En muchos países de endeble economía ya lo saben,
y en España están a punto de descubrirlo.
El capital globalizado es otra cosa. Ese sí que goza de
libertad para moverse por donde le apetezca sin límites de tiempo, cantidad o
desvergüenza. Si usted consigue contactar con la gallina de los huevos de oro
le pondrán alfombra roja allá donde pise, independientemente de si la gallina
viene cargada con un Kalashnikov, con una tonelada de coca o de la mano de unas
señoritas a las que se les obliga a contagiarse de la misma reputación que
gasta el ave. No estamos para detalles sin importancia, dirán los dueños de ese
gran invento-estafa llamado banca.
Finalmente vamos a fijarnos en algo que me preocupa
especialmente, pues si bien lo anteriormente referido es triste y grave, esto
puede conducirnos a algo peor. Me refiero al lenguaje global. No hablo de
mezcla de idiomas, sino de conceptos. Es una práctica cada vez más extendida en
los países desarrollados, económicamente hablando, que consiste en meter en una
batidora la verdad y la mentira y sacar de ella medias verdades. Se trata en
definitiva de conseguir que el personal acabe asumiendo lo que le dicen no
porque lo crea verdadero sino porque no es capaz de descifrarlo. Cuando por
ejemplo un señor X se las ingenia para despedir a todos lo trabajadores de su
empresa por quiebra acogiéndose a la ley vigente, y luego descubrimos que este
mismo señor X tiene jugosas cuentas en Suiza, o cualquier otro paraíso fiscal,
éste se defenderá diciendo que ha actuado dentro de la legalidad. Y en este
sentido, si la ley le ampara, tiene razón. Pero el mensaje está incompleto,
pues si bien la ley, en uno de sus millones de agujeros, le deja escaparse de
rositas, la VERDAD
es que el muy sinvergüenza se ha enriquecido gracias al trabajo de una serie de
personas a las que acaba de dejar desamparadas. Es peligroso utilizar las
palabras para crear un clima en el que las personas no saben qué juzgar porque
aquellos que les dictan las noticias tienen una habilidad retórica que ellos no
alcanzan. En estos casos las personas cultas e inteligentes, por motivos
obvios, están salvadas, pero la masa, que no nos engañemos no es culta ni muy
inteligente, tenderá a la incomunicación y esto nos llevará al estallido. La
fórmula es muy sencilla: si padezco pero lo entiendo, no me rebelo, e incluso
trato de ayudar a buscar la solución. Si padezco y no entiendo, tarde o
temprano estallaré guiado por un estómago que me reclama algo con lo que
entretenerse. Y entonces ya no será tiempo de explicaciones, será imparable. La
masa incomunicada llega a esta situación a través de un trabajo realizado en el
tiempo, y necesita también tiempo para sacar toda la cera que se ha ido
acumulando en sus oídos. Y mientras la cera sale pueden pasar muchas cosas.