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lunes, 16 de junio de 2014

El sueño (a Felipe VI)





España. 19 de Junio de 2014



Las calles de Madrid amanecieron cubiertas por una multitud silenciosa. Millones de personas poblaban las aceras del recorrido que la comitiva real iba a realizar para entronar a Felipe VI, rey de una nueva España… una muy distinta a la que el príncipe había imaginado encontrase en el día de su coronación.



Lo solicitaron numerosos cargos institucionales de relevancia, incluida la señora alcaldesa de la capital, pero olvidaron concretar. Quizás por ello, la mañana del Jueves 19 los balcones y ventanas de todo el país lucieron banderas… republicanas.



Letizia parecía asustada. Sentada junto al futuro rey, miraba con asombro tras la ventanilla del real vehículo. Afuera nadie entonaba odas a los nuevos monarcas, tal como hubiera deseado la joven pareja, pero tampoco había protestas. Solo multitud y silencio. En un gesto humano y bondadoso, poco habitual  entre las paredes de palacio, Felipe apretó la mano de su esposa y esbozó, con esfuerzo delator, una media sonrisa con intenciones tranquilizadoras y resultados de inquietud.


·         No te preocupes querida, se acostumbrarán. Esto no tiene marcha atrás. –dijo el llamado a ocupar el trono-


·         No estoy yo tan segura, ¿has visto sus caras? –dijo la candidata a consorte-


·         Claro que puedo verlas, y no hay ningún peligro. No se atisba la menor brizna de odio en ellas.


·         Eso es lo que más me aterra… parecen tan seguros.





La comitiva llegó a la carrera de San Gerónimo. Allí los príncipes descendieron de su vehículo para ascender por la escalinata del Congreso De Los Diputados, flanqueada por unos leones cuya  imagen parecía más mansa de lo habitual.  El silencio era ensordecedor.




Una vez dentro, fueron recibidos por docenas de cortesanos de diferente pelaje. Trataron de tranquilizarse unos a otros ante la insólita situación que suponía la agresiva respuesta de todo un pueblo al ejecutar una maniobra tan brutalmente pacífica.  No lo consiguieron. Las manos sudadas se multiplicaban a cada minuto, a cada respiración, a cada oído atento al aterrador silencio proveniente del exterior.




Los uniformes bailaban nerviosos de un lado a otro del hemiciclo acompañados con el tintineo de sables oxidados. No sabían qué estaba pasando y eso impedía una respuesta adecuada. Mil veces hubieran preferido un acto atroz de violencia, un intento de atentado o  al menos la quema de contenedores. Pero nada de eso ocurría. Teorizaban sobre los organizadores de esta protesta, pues así tildaban el hecho, mientras ponían a caer de un burro a los servicios secretos de inteligencia. ¿Cómo pudo el pueblo organizar semejante espectáculo en las narices de los poderes sin que estos se percatasen?  Algo había fallado, algo no, mucho en realidad, pero ahora no era el momento de buscar culpables. Ahora había que actuar.




Entre los asistentes al evento los generales eran los más partidarios de sacar la artillería y apuntar contra la población. No pretendían disparar, de momento, ya que pensaban que con el simple hecho de amenazar al pueblo con sus armas este se marcharía o comenzaría a aclamar a su rey, como debieron hacer desde un principio. 


Los políticos preferían preparar una comparecencia urgente ante la prensa para tratar de convencer a la población de que lo mejor era desistir de esa absurda posición y hacer país junto a sus líderes. Ellos eran los garantes de la democracia y así tiene que reconocerlo el pueblo. Y si no… bueno, si no eran capaces de convencerlos… no había plan B. Habría que improvisar, como han hecho tantas veces.




Los empresarios y banqueros ilustres, invitados también al acto, no dieron opinión alguna. No porque no la tuvieran, sino porque a los pocos minutos de comenzar el extraño suceso salieron por patas rumbo a Suiza. Al parecer, su patriotismo se hallaba a buen recaudo en la caja fuerte de un banco lejano… o no tan lejano.




La confusión dentro del congreso iba in crescendo y la ceremonia de entronización sin comenzar, cuando por fin se dispuso a hablar el príncipe:


·         Españoles de bien –dijo para comenzar- es hora de demostrar vuestro amor por esta patria que tanto nos ha dado y a la que nunca estaremos suficientemente agradecidos. Hay que salir ahí fuera para convencer al pueblo de que nosotros sabremos hacer lo mejor para España.


Un fuerte aplauso nacido de todos los asistentes emergió a los pies del futuro Rey.


·         Bien sabéis que el Rey ha de ser el primero en exponerse  en los momentos de mayor dificultad…


Más aplausos y con más viveza si cabe que en la anterior ocasión


·         …Pero no puedo poner en peligro la integridad del estado y por tanto a mi persona ni a la familia que con orgullo conserva la sangre Borbónica…


Los aplausos cesaron de repente


·         Algunos de vosotros habréis de salir en mi nombre para convencer al pueblo, mi familia y yo os aguardaremos aquí custodiando el sagrado símbolo de nuestra democracia.



Ahora el silencio se instaló también de puertas para adentro del congreso. 



Nadie salió. Nada se supo de lo que ocurrió a continuación allí dentro. Unas horas después el congreso emuló a la mantequilla sobre una sartén caliente. Poco a poco fue desapareciendo ante la mirada serena, paciente y callada de la multitud.



Cuando nada quedó, la masa comenzó  a dialogar. Se pusieron de acuerdo para reconstruir el edificio y comenzaron la obra.



La intención era hacer un palacio, fuerte y acristalado, transparente. Con muchos arcos de acceso y ninguna cerradura.



Era una bonita idea. Se iniciaron los trabajos con ilusión y esfuerzo. En principio todo pinta bastante bien, aunque entre la muchedumbre constructora ya hay quien trata de convencer a los demás de la conveniencia de vestir el edificio con puertas de acero y paredes de hormigón. 

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