España. 19 de Junio de 2014
Las calles de Madrid amanecieron cubiertas por una multitud
silenciosa. Millones de personas poblaban las aceras del recorrido que la
comitiva real iba a realizar para entronar a Felipe VI, rey de una nueva España…
una muy distinta a la que el príncipe había imaginado encontrase en el día de su
coronación.
Lo solicitaron numerosos cargos institucionales de
relevancia, incluida la señora alcaldesa de la capital, pero olvidaron
concretar. Quizás por ello, la mañana del Jueves 19 los balcones y ventanas de
todo el país lucieron banderas… republicanas.
Letizia parecía asustada. Sentada junto al futuro rey, miraba
con asombro tras la ventanilla del real vehículo. Afuera nadie entonaba odas a
los nuevos monarcas, tal como hubiera deseado la joven pareja, pero tampoco
había protestas. Solo multitud y silencio. En un gesto humano y bondadoso, poco
habitual entre las paredes de palacio,
Felipe apretó la mano de su esposa y esbozó, con esfuerzo delator, una media
sonrisa con intenciones tranquilizadoras y resultados de inquietud.
·
No te preocupes querida, se acostumbrarán. Esto
no tiene marcha atrás. –dijo el llamado a ocupar el trono-
·
No estoy yo tan segura, ¿has visto sus caras? –dijo
la candidata a consorte-
·
Claro que puedo verlas, y no hay ningún peligro.
No se atisba la menor brizna de odio en ellas.
·
Eso es lo que más me aterra… parecen tan
seguros.
La comitiva llegó a la carrera de San Gerónimo. Allí los príncipes
descendieron de su vehículo para ascender por la escalinata del Congreso De Los Diputados, flanqueada por unos leones cuya imagen parecía más mansa de lo habitual. El silencio era ensordecedor.
Una vez dentro, fueron recibidos por docenas de cortesanos
de diferente pelaje. Trataron de tranquilizarse unos a otros ante
la insólita situación que suponía la agresiva respuesta de todo un pueblo al
ejecutar una maniobra tan brutalmente pacífica.
No lo consiguieron. Las manos sudadas se multiplicaban a cada minuto, a
cada respiración, a cada oído atento al aterrador silencio proveniente del
exterior.
Los uniformes bailaban nerviosos de un lado a otro del hemiciclo
acompañados con el tintineo de sables oxidados. No sabían qué estaba pasando y
eso impedía una respuesta adecuada. Mil veces hubieran preferido un acto atroz
de violencia, un intento de atentado o al
menos la quema de contenedores. Pero nada de eso ocurría. Teorizaban sobre los organizadores
de esta protesta, pues así tildaban el hecho, mientras ponían a caer de un
burro a los servicios secretos de inteligencia. ¿Cómo pudo el pueblo organizar
semejante espectáculo en las narices de los poderes sin que estos se
percatasen? Algo había fallado, algo no,
mucho en realidad, pero ahora no era el momento de buscar culpables. Ahora
había que actuar.
Entre los asistentes al evento los generales eran los más
partidarios de sacar la artillería y apuntar contra la población. No pretendían
disparar, de momento, ya que pensaban que con el simple hecho de amenazar al
pueblo con sus armas este se marcharía o comenzaría a aclamar a su rey, como
debieron hacer desde un principio.
Los políticos preferían preparar una comparecencia urgente
ante la prensa para tratar de convencer a la población de que lo mejor era
desistir de esa absurda posición y hacer país junto a sus líderes. Ellos eran
los garantes de la democracia y así tiene que reconocerlo el pueblo. Y si no…
bueno, si no eran capaces de convencerlos… no había plan B. Habría que improvisar,
como han hecho tantas veces.
Los empresarios y banqueros ilustres, invitados también al
acto, no dieron opinión alguna. No porque no la tuvieran, sino porque a los
pocos minutos de comenzar el extraño suceso salieron por patas rumbo a Suiza. Al
parecer, su patriotismo se hallaba a buen recaudo en la caja fuerte de un banco
lejano… o no tan lejano.
La confusión dentro del congreso iba in crescendo y la
ceremonia de entronización sin comenzar, cuando por fin se dispuso a hablar el príncipe:
·
Españoles de bien –dijo para comenzar- es hora
de demostrar vuestro amor por esta patria que tanto nos ha dado y a la que nunca
estaremos suficientemente agradecidos. Hay que salir ahí fuera para convencer
al pueblo de que nosotros sabremos hacer lo mejor para España.
Un fuerte aplauso nacido de todos
los asistentes emergió a los pies del futuro Rey.
·
Bien sabéis que el Rey ha de ser el primero en
exponerse en los momentos de mayor
dificultad…
Más aplausos y con más viveza si
cabe que en la anterior ocasión
·
…Pero no puedo poner en peligro la integridad
del estado y por tanto a mi persona ni a la familia que con orgullo conserva la
sangre Borbónica…
Los aplausos cesaron de repente
·
Algunos de vosotros habréis de salir en mi
nombre para convencer al pueblo, mi familia y yo os aguardaremos aquí
custodiando el sagrado símbolo de nuestra democracia.
Ahora el silencio se instaló también de puertas para adentro
del congreso.
Nadie salió. Nada se supo de lo que ocurrió a continuación
allí dentro. Unas horas después el congreso emuló a la mantequilla sobre una
sartén caliente. Poco a poco fue desapareciendo ante la mirada serena, paciente
y callada de la multitud.
Cuando nada quedó, la masa comenzó a dialogar. Se pusieron de acuerdo para reconstruir
el edificio y comenzaron la obra.
La intención era hacer un palacio, fuerte y acristalado,
transparente. Con muchos arcos de acceso y ninguna cerradura.
Era una bonita idea. Se iniciaron los trabajos con ilusión y
esfuerzo. En principio todo pinta bastante bien, aunque entre la muchedumbre
constructora ya hay quien trata de convencer a los demás de la conveniencia de vestir
el edificio con puertas de acero y paredes de hormigón.
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