El armiño con el que siempre ha vestido el Rey tiene una
raja en la espalda, como las batas de los hospitales, que hace que su majestad,
al menor descuido, acabe por bañar sus reales posaderas en el aire circundante.
Hasta hace muy poco tiempo, pocos eran los que se atrevían a
ponerse en la retaguardia real para ver con sus propios ojos que al final de la
espalda Juan Carlista habitaba un culo de carne y hueso, no dorado como nos hacían
creer algunos, que además no tenía mucho
que ofrecer en lo que a belleza carnal se refiere.
No consigo encontrar, en la maraña de ideas preconcebidas
que habitan mi sesera, una sociedad como ésta, tan dada a la exageración ”endiosante”
como a la caza de quien reside en la cumbre. La nuestra es, en esencia, una colectividad de
extremismos, de semilla anárquica y con una extraña devoción por hacer la
puñeta. Tan es así, que un español de pro no duda en disparar al prójimo, aún a
sabiendas de que el tiro puede sufrir el
efecto bumerán y acabar instalado en su pecho. Pero eso es secundario, lo
importante es herir al otro.
Tras cuarenta años de latigazos no hay cuerpo que resista, y
España, ilusionada con la idea de no recibir más golpes, decidió transigir con
el silencio, como si nada hubiera pasado, y vivir con sus heridas abiertas, a
la espera de que el tiempo actúe cual plaqueta.
Y es aquí donde entra Don Juan Carlos I. La imagen del
monarca convive con la del fin de la dictadura, con la llegada de la democracia
y con el nacimiento de la ilusión. Por parte de la Casa Real, se ha sabido
gestionar muy bien, hasta ahora, este 2x1 inseparable. Y a buen seguro que en
cualquier otro país, esta renta hubiese sido suficiente para mantener el status
de intocable por varias generaciones.
Pero esto es España, y cuando se tiene la oportunidad de atacar se hace
sin contemplaciones.
El Borbón reinante y su séquito, no son ni mejores ni peores
de lo que han sido desde hace años. Los
viajes “patrocinados”, los regalos de empresarios, los escarceos de unos y
otros, la vida cómoda y sobreprotegida o los safaris para darse el gusto de
matar algo, no es un invento reciente. El rey siempre ha tenido culo, pero no queríamos
mirárselo por una simple cuestión de miedo al posible regreso del látigo.
Como habrán podido deducir, no puedo definirme como
monárquico. Pero una cosa es rechazar un sistema que consideras injusto y otra
muy distinta lanzarte hacia la carnaza. La burla y el escarnio que está
sufriendo un abuelete de 75 años, por muy máximo representante que sea de una
institución caduca y absurda como la monarquía, no es plato de buen gusto para
mí. No es necesario.
Entre los que ahora disfrutan poniendo en tela de juicio la
salud del monarca, cuando no mofándose de la misma, están muchos de los que
antaño trataban de convencernos de que el culo del rey era para nosotros tan
sagrado e irreproducible como la imagen de Mahoma para un musulmán. No se dejen
confundir, muchos de los que ahora se suben al, antes denostado, carro de la
república, lo único que buscan es darle un zarpazo a la corona del rey para
fundirla y hacerse un rolex. Los verdaderos republicanos también quieren (o
queremos) quitarle la corona al rey, pero con la intención de que ningún otro
la porte, ya sea en su forma actual o convertida en reloj de lujo.
La democracia ha demostrado hasta el momento ser un sistema
demasiado bueno como para que ningún país haya sido capaz de ponerlo en
práctica de forma justa, total y coherente. Aquellos que lo “intentan” desde
hace años caen una y otra vez en lo mismo: anteponen las leyes no escritas ni concertadas
del poder sectario al reparto acordado que ofrece el sistema democrático.
Luchar para acabar con una injusticia puede ser el principio
para la consecución de la justicia, siempre y cuando no se consiga esta primera
con métodos dañinos. De ser así, estaremos asistiendo al nacimiento de una
nueva falacia disfrazada de felicidad. Una nueva mentira condenada a caer de
forma abrupta y ridícula, como cuando alguien le dio la vuelta al rey para
descubrir que él también tenía culo.