Por motivos que no vienen al caso, suelo visitar la zona
centro de Madrid todos lo Jueves de la semana desde hace ya algunos meses. La
fuerza de la costumbre me llevaba hasta hace poco a acudir a las citas con
mucho tiempo de antelación y, si bien ahora trato de combatir esa costumbre y
limitarme a ser puntual y no pasarme en el intento, lo cierto es que gracias a mi
manía de anticiparme con exageración a la hora convenida, he llegado a descubrir el placer de observar el
manejo del tiempo en los habitantes de una gran ciudad. Para un hombre de provincias como yo,
engullido ya por la voracidad del ritmo de la capital, no deja de ser curioso
observar en otros aquello en lo que uno se ha convertido y contrastarlo con
aquello que fue. Ahora, me resulta divertido marcar un paso plomizo por la
calle mientras los viandantes pasan a mi lado como balas. ¿Dónde irán con tanta
prisa?, ¿llegarán tarde al trabajo, a una cita, a la peluquería, al médico,
quizás al encuentro con el/la amante?. Probablemente a nada de esto, o tal vez
un poco de todo, da igual. Si no tuvieran nada que hacer y se les ocurriera de
pronto ir a comprar naranjas para hacerse un zumito natural, correrían con la
misma intensidad. Y es que en las grandes ciudades como ésta, el rugir del
tiempo se come a la razón. Ajustamos nuestros relojes al milímetro para dormir
unos minutos más, nos levantamos siguiendo una rutina cronometrada y nos
movemos durante el día de un lugar a otro a un ritmo vertiginoso para poder
llegar a casa, volver a accionar el crono casero y llegar por fin al sofá. Una
vez allí, nos dispondremos a pasar unas horas relajadas, posiblemente frente al
televisor, pero unos minutos después estaremos llenando los cojines de babas y
plagando el aire de zetas. Estaba demasiado cansado para aguantar, dicen
algunos. ¿Para aguantar QUÉ?. Nos estamos tomando la vida como una carrera en
la que no está permitido dormir más que lo justo porque podrías perderte algo,
y por eso corremos durante el día con el afán de llegar a todo sin percatarnos
de que en realidad estamos atrapados cual hámster en su rueda. Pasear por
Madrid a baja frecuencia, pararme a tomar un café, leer un rato en una terraza
o detenerme en los escaparates que llaman mi atención, y son muchos créame,
pues soy muy curioso, me ha llevado a descubrir un nuevo y sorprendente placer:
el de perder el tiempo. Deberíamos obligarnos a dedicar un rato cada día para
ello. Unos minutos u horas para no hacer nada, absolutamente nada, salvo lo que
decidas hacer en ese momento, y siempre bajo la condición de hacerlo como
mínimo a la mitad de velocidad a la que haces las cosas el resto del día. Si
quieres andar, hazlo, no importa hacia donde, pero camina poco a poco mirando
aquí y allá. Fíjate en la luz del día, en los sonidos que te rodean, en los
olores de los que normalmente no te percatas y, ya de paso, en esa mierda de
perro que has pisado más de una vez por no fijarte en el dudoso detalle que
tuvo el dueño del animalito al no querer recogerla. No te enfades,
probablemente tenía tanta prisa como tú. Darle la espalda al minutero, aunque
sólo sea durante un ratito al día, nos ayudará a todos a recuperar algo de
libertad, a empezar a percatarnos de que Casio y Rolex son nombres de
dictadores, a entender mejor por qué la vida se nos escabulle tan deprisa, a
cambiar el ritmo del segundero. El tiempo es un concepto rotundamente relativo.
¿Se ha parado usted a comparar una semana cualquiera de trabajo con aquella que
se fue de vacaciones a la playa para no hacer nada?. El reloj que portaba en su
muñeca era el mismo pero el tiempo había cambiado. Es lógico, al fin y al cabo
el tiempo no es más que un concepto bastante flexible que se adapta
perfectamente a su percepción. Ahí está la clave. En realidad el tiempo no
cambió aquella semana junto al mar, cambió usted. No es tan difícil revertir la
situación actual, pero para conseguirlo es imprescindible comenzar a pararse de
cuando en cuando. Para contemplar la acera por la que camino, para observar la
ruta por la que voy en el coche, para sentir la tierra que piso, para hablar de
banalidades con el comerciante que me vende algo, para acariciar las paredes de
los edificios, para tocar a aquel a quien escucho, para escuchar a aquel a
quien miro, para mirar a aquel que se cruza en mi camino, para caminar por la
acera por donde nunca voy, para ir a un lugar nuevo, para de nuevo no hacer “nada”,
que posiblemente sea la esencia de todo. No lo sé. Pero quizás merezca la pena
averiguarlo.