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jueves, 13 de junio de 2013

Relojes de queso fundido



Por motivos que no vienen al caso, suelo visitar la zona centro de Madrid todos lo Jueves de la semana desde hace ya algunos meses. La fuerza de la costumbre me llevaba hasta hace poco a acudir a las citas con mucho tiempo de antelación y, si bien ahora trato de combatir esa costumbre y limitarme a ser puntual y no pasarme en el intento, lo cierto es que gracias a mi manía de anticiparme con exageración a la hora convenida, he  llegado a descubrir el placer de observar el manejo del tiempo en los habitantes de una gran ciudad.  Para un hombre de provincias como yo, engullido ya por la voracidad del ritmo de la capital, no deja de ser curioso observar en otros aquello en lo que uno se ha convertido y contrastarlo con aquello que fue. Ahora, me resulta divertido marcar un paso plomizo por la calle mientras los viandantes pasan a mi lado como balas. ¿Dónde irán con tanta prisa?, ¿llegarán tarde al trabajo, a una cita, a la peluquería, al médico, quizás al encuentro con el/la amante?. Probablemente a nada de esto, o tal vez un poco de todo, da igual. Si no tuvieran nada que hacer y se les ocurriera de pronto ir a comprar naranjas para hacerse un zumito natural, correrían con la misma intensidad. Y es que en las grandes ciudades como ésta, el rugir del tiempo se come a la razón. Ajustamos nuestros relojes al milímetro para dormir unos minutos más, nos levantamos siguiendo una rutina cronometrada y nos movemos durante el día de un lugar a otro a un ritmo vertiginoso para poder llegar a casa, volver a accionar el crono casero y llegar por fin al sofá. Una vez allí, nos dispondremos a pasar unas horas relajadas, posiblemente frente al televisor, pero unos minutos después estaremos llenando los cojines de babas y plagando el aire de zetas. Estaba demasiado cansado para aguantar, dicen algunos. ¿Para aguantar QUÉ?. Nos estamos tomando la vida como una carrera en la que no está permitido dormir más que lo justo porque podrías perderte algo, y por eso corremos durante el día con el afán de llegar a todo sin percatarnos de que en realidad estamos atrapados cual hámster en su rueda. Pasear por Madrid a baja frecuencia, pararme a tomar un café, leer un rato en una terraza o detenerme en los escaparates que llaman mi atención, y son muchos créame, pues soy muy curioso, me ha llevado a descubrir un nuevo y sorprendente placer: el de perder el tiempo. Deberíamos obligarnos a dedicar un rato cada día para ello. Unos minutos u horas para no hacer nada, absolutamente nada, salvo lo que decidas hacer en ese momento, y siempre bajo la condición de hacerlo como mínimo a la mitad de velocidad a la que haces las cosas el resto del día. Si quieres andar, hazlo, no importa hacia donde, pero camina poco a poco mirando aquí y allá. Fíjate en la luz del día, en los sonidos que te rodean, en los olores de los que normalmente no te percatas y, ya de paso, en esa mierda de perro que has pisado más de una vez por no fijarte en el dudoso detalle que tuvo el dueño del animalito al no querer recogerla. No te enfades, probablemente tenía tanta prisa como tú. Darle la espalda al minutero, aunque sólo sea durante un ratito al día, nos ayudará a todos a recuperar algo de libertad, a empezar a percatarnos de que Casio y Rolex son nombres de dictadores, a entender mejor por qué la vida se nos escabulle tan deprisa, a cambiar el ritmo del segundero. El tiempo es un concepto rotundamente relativo. ¿Se ha parado usted a comparar una semana cualquiera de trabajo con aquella que se fue de vacaciones a la playa para no hacer nada?. El reloj que portaba en su muñeca era el mismo pero el tiempo había cambiado. Es lógico, al fin y al cabo el tiempo no es más que un concepto bastante flexible que se adapta perfectamente a su percepción. Ahí está la clave. En realidad el tiempo no cambió aquella semana junto al mar, cambió usted. No es tan difícil revertir la situación actual, pero para conseguirlo es imprescindible comenzar a pararse de cuando en cuando. Para contemplar la acera por la que camino, para observar la ruta por la que voy en el coche, para sentir la tierra que piso, para hablar de banalidades con el comerciante que me vende algo, para acariciar las paredes de los edificios, para tocar a aquel a quien escucho, para escuchar a aquel a quien miro, para mirar a aquel que se cruza en mi camino, para caminar por la acera por donde nunca voy, para ir a un lugar nuevo, para de nuevo no hacer “nada”, que posiblemente sea la esencia de todo. No lo sé. Pero quizás merezca la pena averiguarlo.

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