Hoy no tengo nada que decir.
Hay millones de temas bailando
en las ondas de radio y televisión, infinitas palabras en los periódicos,
revistas, blogs, libros. Son muchos los temas que podría tocar, y sin embargo,
la peor situación a la que se puede enfrentar aquel que de la narración escrita
hace su vicio ha llegado: el síndrome del folio en blanco.
Quizá les podría interesar un tema político, social,
cultural, musical… no lo sé. El caso es que hoy tengo la sensación de que todo
lo que puedo contarles ya ha sido dicho o escrito, con mayor o menor acierto,
en alguna otra parte.
Sin embargo, ya lo ven. Aquí estoy yo juntando letras sin
tener la más remota idea de qué es lo quiero transmitirles, y ustedes leyéndolo
a pesar de mi advertencia inicial. ¡Ya les vale!, la curiosidad les come, ¿¡eh,
pillines!?
No se preocupen, yo
también soy lector, y sé que basta con que alguien comience diciendo que no va
a contar nada para que uno siga enganchado a la línea a la espera de descubrir…¿Qué?.
…Pues eso, yo tampoco lo sé. Supongo que la posibilidad de descubrir algo nuevo
es lo que nos lleva a untarnos las pupilas en paciencia y seguir caminando por
cada palabra, coma, punto, oración… a la espera del descubrimiento.
Pero no quiero ser deshonesto con ustedes, y por ello les
advierto de que aquí no hay sorpresa. Es solo la necesidad del que aprende a
comunicarse con la escritura la que lleva al escribiente a rellenar un folio
incluso cuando tiene poco o nada que decir. Como cuando un astronauta pulsa un
botoncito para lanzar una señal sonora a la tierra con la única intención de
indicarles que sigue allí, que está vivo. Aunque en realidad este rito esconde
mucho más que una acción de rutina para tranquilizar al receptor. También
conlleva una petición de atención, una súplica para que al otro lado alguien
lleve su pensamiento hacia el emisor. Para huir de la soledad.
Y es que no hay oficio más solitario ni oficiante con más
necesidad de encuentro que la del escritor. Hay algo brutal dentro del que ejerce con la
pluma que le obliga a utilizar la narración como una válvula de escape vital.
En realidad, el literato escribe siempre para sí mismo. Para expulsar sus
demonios, para aliviar sus dudas, para desinflar sus miedos o para confesar que
no sabe. No existe un gran escritor que rellene con soluciones y respuestas las
páginas de sus libros. Los grandes escritores las llenan de dudas, de
preguntas, de inquietudes, de angustias…
Y lo hacen porque escriben para sí mismos, aunque al mismo
tiempo utilicen el medio para contactar con el lector, es decir, para no
tragarse en solitario sus miserias, es decir (otra vez), para huir de la
soledad.
Los que no poseen este problema, aquellos que consiguieron
vencer sus miedos, dudas, inquietudes…etc, esos… esos no escriben. Y si hacen
algo lo plasman en forma de manual, sin ninguna gracia literaria. Lejos de un
estilo inconfundible y trabajado como el que utilizan los grandes
narradores. ¡Es lógico!, son sabios. No
necesitan vomitar sobre un folio porque están limpios. Jesucristo, Buda,
Sócrates, Osho… no escribieron una línea jamás. No tenían que buscar la belleza
porque ya la habían encontrado y preferían disfrutarla a escribir sobre ella.
Normal, ¿o acaso usted, suponiéndolo, por ejemplo, un buen bebedor de cerveza, preferiría
hablar sobre las bondades de una rubia fresquita y espumosa en lugar de trincársela?
La narración queda reservada para aquellos que sueñan con la cerveza, pero que
no pueden (o no se atreven) a bebérsela.
Bueno… a lo tonto a lo tonto me han salido unas cuantas
líneas. Por hoy es suficiente. Mientras busco la manera de agenciarme una buena
birra voy a seguir soñando que un día dejaré de tener la necesidad de escribir.