El pasado Domingo, tras la épica victoria del Atlético de
Madrid, un señor caminaba enfundado en la camiseta colchonera por la acera contraria
a la que yo utilizaba en esos momentos para pasear a mi perrita (o para
pasearme ella a mí, ya que con el tiempo, y cuanto más nos conocemos, más
confusa se me hace la asignación de roles entre mi can y yo).
Además de la citada camiseta, lucia unos vaqueros añejos, una
barriga desproporcionada, una naciente barba, de esas que chivan que no es que el
señor quiera emular moda alguna, sino que simplemente ese día el afeitado ha
ejercido su derecho de pereza, y un frondoso y mal peinado bigote. De los
labios colgaba un cigarro triste, sostenido a media asta, que parecía humear
más por inercia que por la acción de unos pulmones probablemente cansados.
Los andares arrastrados y la mirada fatigosa coronaban la imagen de un
tipo que representaba a la perfección la antítesis de los valores que han hecho
grande al equipo que se viste con la misma camisola que la suya.
Sin embargo, estoy convencido de ello, este hombre sintió como
suyo el esfuerzo, el sacrificio y el trabajo duro que han ejecutado durante
todo el año los integrantes del equipo del Manzanares.
Es curioso el ser
humano. Siempre ha ocurrido, no lo niego, pero quizás estemos asistiendo al
cenit de una actitud contradictoria y alarmante. Aquella que traslada sus valores
y deseos al exterior mediante la mente y se ve incapaz de aplicar sobre sí
mismo aquello que valora. ¿Por qué la
misma persona que siente felicidad al ver como un grupo de personas consigue
algo gracias al esfuerzo ha decidido entregar parte de su vida a la desidia?
Su imagen lo delataba. A este hombre del que les hablo hace
tiempo que el espejo no le piropea. Es
posible que se sienta feo, gordo, acabado físicamente, o quizás simplemente
entiende que ahora, tras la huida de la juventud, toca vivir la decadencia. Y
se equivoca. El tiempo pasa, las grasas son más difíciles de controlar, el pelo
se vuelve suicida y el muy cabrón se empeña en lanzarse al vacío sabiendo que
no habrá reemplazo (salvo en casos “milagrosos” como el de Pepe Bono) y la
fatiga puede visitarnos con más frecuencia de lo que lo hacía antaño. Pero todo
eso no es suficiente para derrotarnos, no debería serlo.
Sin embargo, aunque cueste admitirlo, como sociedad hemos
aprendido que llegados a una edad es mejor bajar los brazos en nuestra vida
real y sobrevivir de las proyecciones. Es una lección tan dura de admitir como
innecesaria de aprender. No tiene sentido volcar nuestras esperanzas en otros
cuando nosotros mismos tenemos capacidad para hacernos felices hasta el último
día de nuestras vidas.
Dejar que sean otros los que decidan el ánimo de nuestros
corazones es altamente peligroso por dos motivos. El primero, porque en el peor
de los casos nos sentiremos infelices por creer que no hemos conseguido algo
que en realidad NOSOTROS no íbamos a conseguir. Y por otro, porque aún consiguiéndolo,
eso no es más que una ficción, una proyección del ego que nos engaña haciéndonos
participes de algo con lo que en realidad poco tenemos que ver.
Esto no quiere decir que tengas que abandonar la pasión por
el equipo de de tus amores, por ejemplo, sino que debes ser consciente de que
te estás divirtiendo con una ficción. No es tan difícil de admitir. Para un
cinéfilo es sencillo dejarse llevar por el placer inexplicable de una obra
maestra durante un par de horas y luego ser capaz de volver al mundo real consciente
de que ha vivido una ficción maravillosa, pero ficción.
Esto es también aplicable al resto de proyecciones. Al
deporte, a la política, a los nacionalismos, a las razas, al género, a la
profesión…etc. Es importante recobrar el
sentido de la realidad para reencontrarse con uno mismo y poder descubrir que
le han engañado. Que uno es mejor de lo dicen, mejor de lo que piensan y sobre
todo, mejor de lo que uno mismo pensaba.
¿Así de sencillo? No
se preocupe, no se lo pondrán fácil. La sociedad camina en dirección opuesta y
le seguirán bombardeando con miles de proyecciones que, para más inri, tendrán
la desvergüenza de llamar valores. Pero los valores son otra cosa, algo que
solo le atañe a usted en su relación con el medio y con los demás, y no al
revés, como ocurre en el caso de las proyecciones. Si se fija bien, podrá comprobar
como estas siempre van de fuera hacia dentro.
Entiendo que si nunca se lo ha planteado esto le costará
entenderlo, pero si es capaz de tomar distancia y analizarlo sufrirá un extraño
“padecimiento”: se sentirá menos español, menos catalán, menos negro, menos
mujer, menos sevillista, menos comunista, menos capitalista, menos taxista,
menos ingeniero, menos deportista, menos católico, menos musulmán… etc.
Los matemáticos ya lo saben. Hay veces que menos, menos y menos se acaba convirtiendo en
más.