Para no dármelas de listillo, y a pesar de sentirme
desconcertado en varias fases del programa, voy a confesarlo: a mí Évole
también me la coló. Y está claro que no fui
el único, aunque a toro pasado a todos nos resulte mucho más cómodo para el confort
de nuestro ego declarar que sí, que picamos, pero que en el fondo estábamos sospechando
algo.
¡Claro que sospechábamos! Porque estábamos asistiendo a un espectáculo
que caminaba por la delgada línea que delimita lo creíble y lo imposible, y en
ese terreno es donde nuestro auto vanagloriado juicio comienza a tambalearse. Es
ahí donde radica el éxito del experimento de los chicos de la Sexta. El ser
capaces de sumergirte en un terreno movedizo donde lo normal y lo increíble conviven,
no es tarea fácil. Exige de un guión perfectamente planificado que sepa dar una
de cal y otra de arena de forma constante y sin respiro.
Sin duda, lo más curioso de la película viene cuando se
cierra el telón con el eco impertinente de un ¡zas, en toda la boca! Es entonces cuando podemos observar quien tiene
sentido del humor, y aquí cabría introducir un trocito del sentido de la
palabra inteligencia, y quién no.
Admitir que se es susceptible de ser engañado no es tarea
fácil para aquellos que se toman demasiado en serio. Sobre todo si la trampa ha
sido diseñada para ingerirla en porciones individuales, de forma que uno no se
pueda amparar en la inercia de la comunidad. Eso es lo que más duele, cuando te sientes sólo
con tu estupidez, sin excusas.
En ese momento puedes admitirla y aprender, sacar
conclusiones de lo que acaba de pasar y madurar un poquito más, o bien, como han
preferido hacer muchos, intentar matar al mensajero. Porque una cosa es que yo
tenga un lado imbécil perfectamente maquillado (algo inútil porque también se
ve) y otra muy distinta es que venga usted a ponerme el espejo en las narices.
Pero como somos una sociedad que gusta de la apariencias, no
es de extrañar que muchos busquen argumentos, a cual más idiota, sobre lo
inapropiado del experimento de Don (el Don se lo otorgo a las personas a las
que admiro) Jordi Évole.
A estos parece haberles jodido más la confesa ficción del
programa del 23-F que, por poner un ejemplo, las explicaciones de Cospedal
sobre un contrato en diferido. Y la
diferencia radica en que mientras uno trataba de provocarle para que abriera de
una puñetera vez los ojos, o al menos comience a entornarlos, la otra se reía
en la cara de quienes, absortos, escuchaban unas manifestaciones más propias de
un hermano Marx que de un político con responsabilidades de alto nivel.
Pero claro, lo de la doña era un daño común, una engañifa a
repartir entre todos los que la votaron y los que no, y ahí sí podemos hacer
piña para lincharla verbalmente, en el bar, por supuesto, porque luego
tendremos los santos cojones de mantenerle el puesto, u otorgarle uno similar.
Además, hay que resaltar lo apropiado del momento elegido
para emitir un programa como “Operación Palace” en una época en la que las
noticias que nos atraviesan a diario, cual balas, nos muestran un país que se
ha vuelto rematadamente loco. Donde un presidente madrileño, no elegido por los
madrileños, intenta cargarse la sanidad pública al mismo tiempo que trata de
convencernos de que esto es lo mejor para mantener una buena sanidad pública.
Donde una casa Real, puesta patas arriba por sus propios integrantes, nos da
lecciones de convivencia e igualdad mientras ellos se pasan la equidad por la
entrepierna. Donde los dirigentes de empresarios y sindicatos juegan con los
intereses de los demás con la única intención de cuidar sus intereses… etc, etc,
etc.
Y con este panorama, con las encuestas otorgando aún una
mayoría parlamentaria para PP y PSOE (los partidos más corruptos de nuestro hemiciclo),
con una amplia parte de nuestra sociedad inerte ante el continuo ataque a sus derechos y con un panorama que indica que aunque todos estemos abocados a
cambiar una mayoría lo acabará haciendo a ostias… vas Tú y te cabreas con el
pobre Jordi… lo dicho, no hay humor.
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