Llega un momento en el que la reacción provocada por un
hecho alarmante y peligroso cuya reiteración se sostiene en el tiempo, muta
hacia un estado mucho más templado que el que provocó la primera impresión del
encuentro con tales hechos.
Parezco un político en campaña electoral, ¿verdad? Como la comparación no me satisface, rehago el
primer párrafo de este texto para expresarlo con palabras llanas: del desastre
social provocado por nuestros poderes (inclúyase aquí a grandes empresarios, tertulianos
sabelotodo o poderes religiosos entre otros, amén de políticos) ya no me sorprende casi nada. Es más, comienzo
a divertirme con sus ocurrencias.
Uno empieza a sentirse como esos músicos del Titanic que ante
la imparable llegada de la catástrofe insisten en seguir tocando, a modo de
venganza contra el cruel destino. Ahí va la última y más sonora pedorreta, propias
de un Berlanga o Fellini, ejemplos mucho más latinos.
Les cuento todo esto intentando hacerles entender el motivo
por el cual he optado por la carcajada sin complejos, en lugar de la ira
manifiesta, cuando, gracias a la colaboración de un amigo que ha tenido la
gentileza de llamar mi atención sobre ello, he leído el artículo que el
glorioso y siempre ponderado diario ABC (¡por Dios, entiéndase la ironía!) ha
tenido a bien publicar en su edición digital (desconozco si en la versión
impresa también aparecía, no pienso comprobarlo, ya voy sobrado de papel
higiénico en casa).
Bajo el nombre de “¿Cómo se evita la masturbación?”, un descendiente directo del Homo Stupid, que aprendió a escribir pero por lo visto no a firmar, pues el articulito aparece limpio de polvo y paja (¡vaya, que ocurrencia tan indecorosa!) en lo que a la autoría se refiere, ha esparcido a lo largo y ancho de una página un cúmulo impagable de recetas mágicas para la felicidad, cuyo único requisito consiste en dejar de acariciarse la entrepierna.
El autor sustenta su
teoría en cuatro puntos, cazados al vuelo, que lo mismo le sirven para defender
los beneficios de la “pureza sexual” que para tratar de prevenirnos sobre el
peligro de las drogas. No tiene pies ni cabeza nada de lo que expone por el
simple hecho de que lo expuesto es en su idea original fundamentalmente
ridículo. Y cuando uno se arriesga a
sumergirse en las movedizas arenas de lo increíble, lo mínimo que se le exige
es que sea divertido e interesante lo que cuenta, aunque sea la mayor chorrada
del mundo.
No es el caso. No tiene gracejo alguno, probablemente el
autor se levantó está mañana bañado en la incómoda sensación de haber sido
víctima de una deshonrante polución
nocturna, soñando Dios sabe qué, y decidió de inmediato ponerse a redactar unas
líneas cargadas de culpa a modo de cilicio. ¡Allá él!, eso no me molesta, cada
uno es libre de flagelarse cuanto quiera (aunque no voy a negarles la tristeza
que me causa semejante actitud) siempre y cuando no salpique con la sangre. Lo
que sí me molesta es esa manía que tienen algunos de contagiar sus complejos,
con la absurda idea de que al repartirlos, los suyos irán menguando.
Sin embargo, como les contaba al principio, a pesar de todo,
la lectura del artículo me ha provocado más risa que otra cosa.
Sobrepasa con
creces el límite de lo razonable (lo que podríamos llamar Frontera Marhuenda) y
por ello no es capaz de despertar mi ira, no puedes tomártelo en serio por
mucho que el escribiente lo haya ejecutado con toda su seriedad.
Aunque sí he de reconocer algo positivo en el escrito. El
tema de la erotización de la sociedad, como lo llama el articulista, o la
inundación de sexo como gancho para jugar con tus deseos y por ende
manipularte, me parece un tema muy interesante. Aunque huelga decir que aquí
también el autor falla estrepitosamente en su análisis, quedándose en lo más superfluo y simplón. Pero
insisto, el tema vale la pena, y en otra ocasión me dispondré a tratarlo.
Volviendo al tema que hoy nos ocupa, es curiosa la enfermiza
obsesión que los poderes religiosos tienen sobre el sexo. Y es que los guardianes de la moral recurren una y otra
vez al tema por un motivo primordial, complejos y perversiones propias al
margen, y es el adiestramiento de la manada en pro del sostenimiento del poder.
La invención de la culpa es al Vaticano lo que el descubrimiento de la
penicilina al ámbito médico. Sin ella la gente podría comenzar a descubrir al
otro, a descubrirse a sí mismo y lo que es “peor”, descubrir que tú y yo somos
perfectos, y que por lo tanto no necesitamos
que nadie interceda entre nosotros y nuestra deidad.
Por todo ello los poderes siempre te ayudan a encontrar tu
culpa. El sacerdote te lanzará a la chepa todo el peso de tu sexualidad
(malentendida, por supuesto) , el político todo el de tu inmovilidad (al tiempo
que trabaja para que sigas inmóvil) y el banquero el de tu incompetencia (ya
que, según ellos, si no tienes dinero es porque no te lo mereces).
Y de todo este mejunje ¿qué sacamos?.... Esto, la sociedad
actual.
Aunque sea por joder (figurada o literalmente), estaría bien
comenzar a hacer justo lo contrario de lo que predican los mandones de
diferente ramo.
Un último consejo, tóquense. Pero sobre todo toquen a los
demás.