Sin más preámbulo.
La carta de hoy:
My simpático editor,
No lo había tenido presente hasta
ahora, pero la alimentación, por lo que indica el “manual” en su página 32,
párrafo 3, es muy importante en el correcto desarrollo del machote auténtico.
Tras seguir una estricta dieta,
basada en carne roja con chili, he sufrido una mala rachilla estomacal. Tanto
tiempo he pasado sentado en la taza de wáter, que al final tuve que convencer a
mi anciana madre para que me la forrara con gomaespuma. He de reconocer, sin
embargo, que sin bien esta decisión mejoró notablemente mi comodidad, no
resultó tan exitosa la experiencia en lo que a higiene se refiere. Nunca pensé
que una persona pudiera llegar a parecerse tanto a un aspersor.
Harta de limpiar, mi madre me insistió
para acudir al médico, algo a lo que, como buen machote, me negué en un
principio. Sin embargo, tras aguantar como un jabato tres minutos y dieciocho
segundos (el tiempo que tardó en llegar el siguiente retortijón), acabé por
ceder a sus requerimientos. Eso sí, a cambio ella me acompañó.
A la mañana siguiente, ya un poco
mejor, me levanté para acudir a mi nuevo trabajo: paseador de perros. Mi madre
ya se había largado con sus amigas, por lo que tuve que apañármelas solito para
encontrar la medicación. Como no sabía donde carajo la había metido, opté por
dejarme guiar por mi infalible instinto. Tomé una pastilla azulada que un amigo
muy simpático de mi madre trae a casa cuando se queda a dormir. Alguna vez, al
despedirse, le he oído decirle a mi madre que se marcha muy descargadito, por
lo que era fácil deducir que aquellas pastillas ayudaban al tránsito.
El hambre, afortunadamente, volvió. Y
que mejor manera de celebrarlo que meterse un buen plato de la fabada que había
preparado mi madre la semana pasada y que, a pesar de quedarse fuera del
frigorífico desde entonces, no parecía tener muy mala pinta.
Te parecerá increíble, pero todo
salió al revés de lo esperado. Está claro que la mala suerte me persigue,
porque mientras paseaba por un parque infantil, reteniendo como podía a dos
perros “patada” y un rottweiler, sentí lo que podríamos llamar el efecto On: un
retortijón y una erección.
Até como pude a los perros junto al
tobogán de los chavalillos y los animé (de espaldas, para que no vieran el
abultado tamaño de mi bragueta) a jugar con los chuchos para que me los
cuidaran mientras yo buscaba un lugar donde desahogarme… del estómago, quiero
decir.
Un seto cercano me sirvió de parapeto
para bajarme los pantalones y deshacerme de la traicionera fabada. Pero, cuando
todavía no había acabado de soltar lastre, comencé a oír llantos infantiles. Me
asomé disimuladamente para observar como el rottweiler se estaba tratando de
merendar a los dos perros patada y a todo aquel enano que se le acercara para
tratar de impedirlo. Los perros enanos no me importaban mucho, pero cuando el
rottweiler le hincó el diente al abrigo de una niña, mientras esta lo llevaba
puesto, me empecé a preocupar.
El héroe que vive dentro de mi no lo
dudó un segundo, salté de aquella mata que tan buen servicio me estaba
prestando, para lanzarme a salvar la vida de la pobre niña. Cuando llegué, el
perrazo había enganchado la falda de la pequeña. Cogí a la niña entre mis
brazos y disuadí al perro como mejor pude para que soltara la prenda de la
chica: es decir, le lancé una patada en los cojones que lo puso a aullar como
un perro castrati.
Todo había salido de maravilla, salvo
un pequeño detalle. Con las prisas, salí corriendo sin percatarme de que no me
había puesto los pantalones. Y allí estaba yo, con la vara inhiesta al aire,
sujetando a una niña medio desnuda entre mis brazos y rodeado por un grupo de
padres que habían acudido raudos a la llamada del llanto de sus vástagos.
Con lo poco que me gustan a mí los
médicos, aquí me veo. Ingresado en el hospital con tres costillas rotas, un ojo
del tamaño de Albacete y los huevecillos… bueno, eso mejor no lo cuento… da
pena verlos. Pero no importa, un machote ha de comportarse como tal siempre, y
yo he hecho lo que tenía que hacer. Además, hay una enfermera muy guapa que me
mira con cara de asco siempre que viene a lavarme y yo me insinúo jugueteando
con mi cosita. Está claro que se está haciendo la durilla como parte de su rito
de apareamiento. Veremos si esta vez tengo más suerte.
Ah, por cierto, mi anciana madre me
ha dicho que los perros están muy bien, a pesar de que los dos “patada” no
quieren salir a la calle y el rottweiler ladra ahora como un chihuauha.
“Dedicado a la memoria de Tom Sharpe,
con quien tanto me he reído.”
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