¿Cuánto sería justo pagar por llevarse a casa el cuadro de “las
señoritas de Avignon”
de Picasso?. ¿Mil euros, un millón, cien millones…quizás mil?. La respuesta es
tan relativa que al final la acaban marcando, como no puede ser de otra forma,
las leyes del mercado. Aquello de la oferta y la demanda. Sin embargo,
imagínese por un momento que el pintor malagueño hubiese pasado por este mundo
con más pena que gloria, profesionalmente hablando, y a usted y a mi nos
llevara el misterioso destino a encontrarnos en una galería de arte de tres al
cuarto contemplando el cuadro. Es posible que ambos quisiéramos comprarlo, ya
le adelanto que yo sí, pero seguramente ambos fijaríamos un precio en función
de nuestras posibilidades, como haríamos con cualquier otro objeto. Digamos que
yo podría soltar quinientos euros por el, y que usted aflojaría quinientos más
por arrebatármelo. En ese caso, usted se llevaría a casa dos cosas: una obra
maestra irrepetible y mi más profunda animadversión hacia usted.
Y es que tasar con justicia la valía de una obra de arte es
sencillamente imposible, ya que el valor que se desprende de estas piezas no
puede medirse. El arte es en sí mismo un medio de comunicación que parte de la
obra hacía el infinito sin saber a quien se encontrará en su camino. He visto a
muchas personas corriendo por los pasillos del Louvre en busca de La Gioconda, en pleno auge
tras el éxito de El código Da Vinci, mientras pasaban cerca de algunas obras
impresionantes del gran Rafael. En Nueva York observé como se acumulaban hordas
de turistas frente a un Vang Gogh, quién se lo iba a decir a él, mientras unos
retratos de Bacon estaban desiertos, hasta que llegué yo para sobrecogerme de
la cabeza hasta la rabadilla.
Es lógico pensar que el autor trata de transmitir con su obra una idea,
una impresión, un sentimiento o un algo difícilmente clasificable. Pero nunca
sabrá quien es el receptor de su mensaje. Bacon pintó aquellos retratos para
las personas que lo ignoraron en el museo de Nueva York y para mí. Sin embargo,
ellos prefirieron obviarlo en favor de un pintor más famoso, e igualmente
maravilloso, y yo me sentí hipnóticamente atraído hacia su obra. Determinar que
es lo que nos diferencia a aquellas personas y a mí para que yo sienta tal
atracción por una pintura concreta y ellos no, es tan imposible como responder
a la pregunta que abría este artículo.
Los mecanismos cerebrales de asociación y la interacción de estos con
las sensaciones son demasiado complejos y personales como para determinar que
es lo que hace saltar ese muelle que pone en alerta tu atención. Sin embargo el
arte va más allá. Puede entrar por la vista, por el oído, por el tacto, pero no
es allí donde ataca. Es un todo, que sale del creador desde todo su ser y llega
al receptor de la misma manera. Si una obra te llega te tambalea, te conmueve,
puede llegar a romper esquemas mentales, a deshacer lo que creías firme e
inamovible. No hay cabeza que lo maneje porque no está concebido para la
cabeza, de hecho es más que posible que no sepas explicarlo por más que te
guste o disguste.
Y no todo tiene porque parecernos “bonito”. Matisse me transmite una
belleza móvil, danzarina, tendente a la unidad. Picasso me emborracha, veo
sexo, furia, y una fuerza creadora que se expande sin parar. Dalí es tan genial
que raya en la pedantería. Creía que nadie podía saber de todo, pero él
existió. Léger me relaja. A pesar de la oscilación de la pincelada en algunos
de sus cuadros, todo está en su sitio. Es el pintor ideal para los neuróticos.
Los retratos de Bacon de rostros desnudan más que el mayor de los desnudos. Sin
embargo, los desnudos de Lucian Freud reflejan miles de cosas, pero lo que
menos importa es el hecho en sí del desnudo…
Seguramente, si usted conoce la obra de alguno de estos pintores,
coincidirá en algo de lo anteriormente dicho y diferirá en otra tanto. Eso es
lo genial. El artista lanza su mensaje desde un punto de evolución, aquel en el
que se encuentra. Mientras que el receptor capta este mensaje total o
parcialmente, dependiendo del punto donde se encuentre. O quizás tergiverse el
mensaje porque así tiene que ser para él en ese momento. Y lo mejor de todo es
que, percibiendo cosas diferentes, ninguno de los dos tenemos razón, o quizás
ambos. El único capaz de percibir el mensaje en su totalidad es el creador de
la obra en el mismo momento de su concepción. Poco después ya lo le parecerá
igual, porque él también habrá cambiado.
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