Víctimas y verdugos
En
el extraño mundo del análisis de la vida, hay días que juegas con flores y
otros con espinas, y hoy, es uno de estos últimos.
¿Les
suena de algo el nombre de María del Carmen García? Así, a bote pronto no les
dice mucho, ¿verdad? Sin embargo, si les recuerdo el caso de una madre que quemó
al violador de su hija, y que a consecuencia de esto fue encarcelada, les va
sonando más.
Es
un tema muy desagradable, lo sé, pero necesito que juegue un poco conmigo para
tratar de explicarle otra cosa. Ni siquiera es necesario que se meta demasiado
en el papel, no hace falta que sufra, es más, será bueno que mantenga un juicio
lo más visceral posible. Y sí, tal como se estaba temiendo, le voy a pedir que
se imagine que es usted María del Carmen. Si decide seguir con la lectura entenderá
a donde quiero llegar (o no), pero, si por el contrario, opta usted por evitar
el drama (aún siendo éste imaginado) no tengo nada que reprocharle, probablemente
yo, dependiendo del ánimo con que me hubiese levantado, haría lo mismo.
Muy
bien valiente, ya veo que le va la marcha. Pues nada, vamos a trabajar.
Es
usted la madre de una chiquilla de trece años a la que, por supuesto, ama
profundamente. De pronto, un maldito día, un tipejo despreciable viola a su
hija. Éste es condenado. Pero, por si el horror no fuera suficiente, al salir
de la cárcel, el muy animal se dedica a provocarla y amenazarla disfrutando con
ello.
Un
día se topa de nuevo con él, vuelve a sufrir sus provocaciones y decide que no
puede más. Se hace con un poco de gasolina, vuelve al lugar donde se encuentra
el malnacido, lo rocía con el combustible y le prende fuego. El tipo muere achicharrado.
De
acuerdo, ya está bien, ya le dije que no pretendía hacerle sufrir más de lo
necesario. Sálgase del papel, por favor. Ahora le toca disfrazarse de juez.
Tiene a la mujer delante de usted y le toca dictar sentencia. Dígame, ¿culpable
o inocente? Lo digo en serio, es usted
el juez y puede condenarla o liberarla. Ser coherente con la ley o con lo que
usted entiende que es justo. Puede hacerlo, hoy, en este rinconcito insignificante,
le otorgo ese derecho.
No
hace falta que me diga nada, no importa lo que haya decidido, sigamos.
Un
chico Palestino de quince años se sienta a cenar con su familia, pero ese día
no habrá cena. El ejército Israelí entra en su casa a golpes y masacra a su
padre y a su hermano mayor en sus narices. No es nada “personal”, la guerra es
así. Él se salva de milagro. Unas semanas después, se ha firmado una tregua,
pero el chico pone una bomba en un control policial israelí y mata a dos jóvenes
soldados (soldados que pertenecen al ejército que mató a sus familiares).
De
nuevo es usted el juez. Dígame, ¿Culpable o inocente?
Una
más.
La
madre de uno de los soldados israelís muertos, recibe la noticia del asesinato
de su hijo. Casualmente, en ese instante, trasladan al detenido que pasa frente
a su casa. La mujer coge un revolver y dispara contra el chico Palestino. Lo
mata.
De
nuevo es usted, y solo usted, que por cierto no es Palestino ni Israelí, quien
tiene que decidir. Adelante.
¿Culpable
o inocente?
Los
ejemplos son muy distintos, dirá usted. Es cierto, son circunstancias diferentes.
Pero en las tres hay un denominador común y terrible: el autodestructivo peso
del odio.
Antes
de seguir adelante vamos a dejar algo muy claro. El juez desde que comenzó este
artículo hasta que finalice es usted, no yo. No voy a discutirle su decisión ni
las razones que le llevan a tomarla en ninguno de los casos. Puede hacer lo que
quiera, desde liberarlos hasta condenarlos a muerte. Le repito, me da igual,
allá usted. No quiero hablar (hoy) de justicia ni del sistema judicial. Quiero
hablar del odio y de su terrible cómplice, la locura.
Cuando
la violencia aparece y se materializa se producen dos cargas insoportables en
la víctima, el dolor del acto en sí y la carga de odio que deviene de éste.
Es
humano y lógico el sentirlo. Pero también es lógico y humano tratar de
deshacerse de esta carga de alguna manera, y la única manera de hacerlo es el
perdón.
Solo
la victima puede romper la espiral a los abismos a la que le conduce el
infinito resentimiento.
¡No
es justo!, Cierto.
¡Hay
que ser muy generoso para perdonar algo así!, Cierto.
Pero
alguien tiene que frenar la locura de agredir porque ha sido agredido. Si no,
llega un momento en el que todos tenemos un motivo para asesinar al otro. El círculo
se cierra y todos seremos víctimas y verdugos a un mismo tiempo.
¿Les
suena la situación? El problema de Palestinos e Israelís ya no es el
territorio, no es la religión, no es la raza, es el odio. Lo demás es
secundario y podrá solucionarse cuando estén dispuestos a negociar sin la
intención de joder al otro. La serpiente ha crecido tanto que los ha devorado a
todos, o gran parte de ellos.
El
pueblo de Israel, en su mayoría, apoya los ataques asesinos de su todopoderoso ejército
sobre escuelas, hospitales y casas de Palestinos.
El
pueblo Palestino aplaude las acciones asesinas de Hamas.
Se
están matando entre hermanos, porque aunque se les haya olvidado son hermanos,
mientras los actores exteriores juegan con ellos para conseguir mantener la
zona caliente y que no se pongan en peligro sus petrodólares.
Israel
repite las injusticias que cometieron sobre su pueblo sin percatarse de que
ahora los nazis son ellos. ¡Es terrible!, la serpiente se ha mordido la cola y
ya no se sabe dónde está la cabeza. Es un círculo de locura.
Si
te paras a escuchar los motivos de los ciudadanos de un lado y otro puedes
llegar a entenderlos. De hecho todos los asesinos tienen motivos, aunque el
motivo sea la locura, transitoria o continua, como en el caso del primer
ejemplo que poníamos. Muy bien, ya sabemos cómo ha empezado, ya entendemos qué
ocurrió, pero… ¿nadie quiere pararlo?
El
odio, cuando se engulle, toma dos caminos siempre. Uno hacia fuera, el que trata
de destruir al otro. Dos, hacia dentro, reduce el corazón, lo acorrala, lo
silencia hasta convertirte en un loco. En un auto-destructor.
Todos
los conflictos pasan, lo más terribles también. Pero para pasar página tienen
que actuar las personas más grandes, las más elevadas, las víctimas que son
capaces de perdonar. Ante ellos, y ante su dolor, yo me quito el sombrero y
pongo rodilla en tierra. Se quedarán en el anonimato, lo verdaderos héroes
siempre lo están, pero contribuirán como nadie a la mejora de la especie
humana.
Ahora,
si no ha entendido lo que acabo de decirle y es usted Pro Israelí, puede
llamarme antisemita.
Si,
no entendiendo nada, es usted Pro Palestino, puede llamarme nazi.
Y
si es usted Esperanza Aguirre puede llamarme etarra, pero esto último me tiene
sin cuidado, porque según ella, etarras somos casi todos.
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