Pues sí, yo odiaba la Navidad.
Durante muchos años relacioné estas fechas con una tradición
forzosa cuya celebración te llevaba a formar parte de un culto que no compartía
y de una hipocresía que detestaba.
Pero el peso del odio es demasiado costoso. Se instala cómodamente
en tu ego para manejar a su antojo el timón de tu razón y de tu sentir. Nunca
concede tregua, y tiene por costumbre el ganar terreno a medida que pasa el
tiempo.
El cambiar de parecer no llegó en un ejercicio de
inteligencia espontaneo, sino, como suele suceder la mayor parte de las veces
en la vida, gracias a una casualidad.
Un día, un hombre al que respeto por su sabiduría, dijo en
presencia de mis oídos: “Vamos a celebrar la Navidad, porque Navidad es
nacimiento y estos días, en los que el año muere y nace uno nuevo, estamos de
celebración”.
Entendí lo que dijo, y no siempre lo hago por más que tienda
a utilizar palabras sencillas cuando habla. Pero a veces, el oído no está lo
suficientemente tierno, ni el cerebro lo bastante esponjoso, para entender lo obvio (que es la forma
natural en la que la verdad suele llegar representada). Perdón por el delirio “pseudoespiritualista”,
no he podido remediarlo. Retomando el asunto, aquel día comprendí varias cosas.
La primera y más importante, es que no merece la pena NUNCA
cargar con el peso del odio. No compensa, no soluciona, no consuela y sobre
todo, no lo olvide nunca, ¡duele!. Además, este es un dolor opcional, sostenido
por un ego que fomenta la ceguera para que no puedas desprenderte de él. Como
si dejar de odiar supusiese una traición consigo mismo.
¿Le alaba que le digan que sigue usted igual que siempre,
que ha sido coherente con su modo de ser, ese que le acompaña desde hace años? Pues hágaselo mirar, porque me temo que se ha
quedado anclado en algún punto de su camino. Cambiar no solo es una opción
plausible, es indispensable para que pueda llegar algo nuevo. Para deshacerse
de viejos patrones de pensamiento y comportamiento que no hacen otra cosa que
amargarle la vida. Otra cosa es que usted esté interesado en cambiar y, sobre
todo, que tenga el valor para hacerlo.
La otra cosa que aprendí es el verdadero significado de la
Navidad. Durante estos días yo no
celebro el nacimiento de un Mesías que llegó al mundo para limpiar nuestros
pecados a cambio de entregar su vida tras sufrir terribles torturas. Lo siento,
no me lo creo y además me parece una historia cruel y salvaje, propia de un Dios
cruel y salvaje. Que esto ocurriera es
una cosa, que fuese premeditado por un Dios es otra bien distinta, que
distorsiona completamente el sentido de lo ocurrido. La figura de Jesús de
Nazaret es mucho más importante para la
humanidad que todas esas mierdas que suele contar la iglesia católica. Dicho
sea con todos mis respetos para aquellos que creen en el sadomasoquismo como
algo que te lleva a lo espiritual.
Yo celebro la llegada de la vida, la venida de la luz, como
los eslavos y germanos celebraban el nacimiento de Frey, Dios del sol, por
estas mismas fechas. Como los Romanos aclamaban el alumbramiento de Apolo en la
fiesta del "Natalis Solis Invicti". O como los Aztecas y los
Incas celebraban los renacimientos de sus “Dioses-Sol”. Es el solsticio. Es el
punto de inflexión. Es el cambio lo que estamos celebrando. Es la llegada de la
nueva vida, precedida de una inevitable muerte.
Llega pues el momento de hacer resumen de lo acontecido.
Aprender de los errores, que serán muchos, y de los aciertos. Empezar a
deshacernos de lo que ya no nos sirve, por mucho que un día nos fue útil o
incluso indispensable. Y liberarnos todo lo posible de las cargas. No será
fácil, ya se lo adelanto. Será incluso doloroso. Pero nos guste o no, la vida
es caminar. Para ello es necesario renacer cada cierto tiempo, y para que esto
ocurra es imprescindible morir (por favor entiendan la figura literaria y no se
me tiren por la ventana).
Tengan todos una feliz Navidad.
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