Esta mañana he recibido un correo de uno de los seguidores
del blog. El remitente me ha pedido la difusión integra y literal de sus
palabras a cambio de concederme el permiso para su publicación. También,
temeroso de ser juzgado por algún conocido, me ha solicitado el mantenimiento
del anonimato. Pide tan poco y lo que ofrece es tan importante que no he podido
negarme. El contenido dice así:
Señor Quino:
Me dirijo a usted tras leer cuidadosamente su blog y
constatar que es un defensor de las cosas que otros no quieren contar. Con la
esperanza de que pueda interesarle mi vivencia, le envío estas palabras que espero
sean de su interés.
Para ponerle en antecedentes le relataré algo de mi historia
personal y de cómo, de manera absolutamente fortuita, fui a dar con el objeto
que ha cambiado mi vida: un libro.
Siempre me han gustado las mujeres (de hecho vivo con una,
mi madre), y tal vez por ello, y porque nunca supe disimularlo, he tenido
tantos problemas al relacionarme con el género opuesto. Decepcionado como
estaba tras los muchos intentos de emparejarme con compañeras de trabajo, donde
paso la mayor parte de mi tiempo, y harto ya de verlas huir cuando intuyen mi
aparición, decidí apuntarme a una de esas agencias de citas.
No me gusta mentir, por ello opté por ser veraz en todos lo
datos que aportaba y omitir aquellos que creí podían llevar a la duda, o
directamente a la negación, a la pretendida. Relaté en mi perfil mi gusto por
el buen vestir, mi afición a los deportes, algunos de mis hobbies más
destacados, como la lectura o el coleccionismo, mi respeto por la familia o mi
afición a la comida internacional. Para la foto, elegí una instantánea que tomé
con el móvil en la calle. En ella aparezco junto a mi vecino, un tipo bastante
guapo, y la verdad es que a mí apenas se me ve.
Dos días después de la inscripción recibí varias peticiones
de cita. La suerte por fin se ponía de mi parte, así que comencé la selección para elegir a la primera candidata. Habiendo
sido victima de la discriminación tantas veces, no me permití caer en lo mismo
que había padecido, así que, viendo que la mayoría de las fotos de perfiles
enviados correspondían a chicas normalitas tirando a feas, me decanté por la
única guapa, como digo, para no discriminar.
Pocas veces había sentido el viento tan a favor. Era el
momento de apostarlo todo y por ello, aunque ya lo había hecho el Sábado y aún estábamos
a Martes, me duché. Para vestir, ojee en mi armario hasta dar con la ropa más
elegante. Me enfundé unos preciosos vaqueros naranjas, mi mejor camiseta de
tirantes, la de Iron Maiden, que aunque un poco desgastada le daba un toque muy
moderno a mis cuarenta y cinco años, y unas alpargatas recién compraditas con
el color a juego de los calcetines. Ligeramente rociado con medio litro de Nenuco
y mi riñonera de la suerte, salí a la calle al encuentro de mi princesa.
Por correo le envié la dirección del lugar de la cita. Para
tan especial ocasión elegí un restaurante que por el nombre tenía que ser
Irlandés, el McDonalds. Ni siquiera sabía que existiera la comida irlandesa,
pero un toque exótico nunca está de más.
Fijada la hora del encuentro a las 18.00, y ya que llegué
con un poco de antelación, eran las 16.15, fui degustando algún platillo de la
carta. Es un restaurante muy divertido, con la carne te regalan unos
sobrecillos que al golpearlos de un puñetazo contra la mesa sueltan unos
bonitos chorros de color rojo o amarillo. Te pones pringado, pero es
apasionante.
Aún no sé que pudo fallar, pero mi cita no se presentó. Mi
buen día acababa de torcerse, y al parecer no fui la única victima. Recuerdo
como una chica que llegó por mi espalda soltó un tremendo grito al llegar a mi
altura. A saber lo que le pasaría a la pobre. Casualmente esto ocurrió a las
18.00, cuando tendría que haber llegado mi princesita.
Abatido, volví a casa y le pedí a mi madre que me preparara
algo de cenar, los disgustos me abren el apetito. Tras la ingesta me fui a mi habitación para
conectarme al portal de contactos y averiguar que había podido ocurrir, pero
antes de sentarme en el escritorio vi que sobre la cama había un paquete
rectangular. De vuelta en el salón interrogué a mi anciana madre sobre el
asunto. Ella me despachó con aspavientos y palabras tan ininteligibles como
cargadas de gapazos, se acababa de quitar los dientes. Visto que no iba a sacar
muchas respuestas de allí, volví a mi dormitorio para desenvolver el paquete, y
por primera vez pude verlo. En letras doradas sobre tapa blanda color amarillo(
mala combinación, me costo un rato descifrar el título) pude leerlo: “Manual
para machotes de verdad”. Ese libro está cambiando mi visión de la vida. Y
comenzaré ahora a relatarle por qué…
Continuará (o no)
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